SERIE CRÓNICAS DE UNA HUMANA: El Juicio de Ani,
Para Ani, donde quiera que esté.
Según Juan Liscano “la demonología judeocristiana indica que
Satán tiene preferencia por las mujeres, a quienes convertía en sus cómplices
(...) el criterio patriarcal veía a la mujer una presa fácil del demonio debido
a su coquetería, a sus seducciones”. Sobre este postulado se esgrime el hombre
como víctima de una mujer convertida en demonio que lo arrastra hacia el
desorden de la sexualidad sin él tener posibilidad de “defenderse”. Estos
fundamentos patriarcales subyacen aún en nuestra cultura tan vivos como en la
Edad Media pero enmascarados y enredados en discursos “científicos
psicológicos” construidos desde una doble moral.
Hace algunos días sostuve una grata discusión con un grupo de
amigas donde salió a relucir una situación moral y éticamente inadecuada donde
la “honorabilidad” de una mujer se puso en juego por su capacidad de seducción
y su libido un poco alta. Esa noche tuve un deja
vu de una escena vivida en 1979.
Mientras yo cursaba tercer año de bachillerato, a
muy temprana edad, la dinámica patriarcal me puso en contacto con la falta de
equidad entre los géneros y lo injusto de los juicios hacia las mujeres. En
aquella época mi acentuada timidez, mi exagerada estatura para la edad y mis
escasos atributos estéticos me mantuvieron, como aún me mantienen, fuera del
clan de niñas populares y bonitas y podríamos decir que fiel y presente
militante de las minorías (feas, brutas, gordas, negras y putas).
Como si de una confesora a tiempo completo se tratara las
niñas menos privilegiadas se acercaban a mí a contarme sus historias y ese año
Ani fue quien me eligió como su escucha. Ella era una joven de catorce años, de
mediana estatura y cuerpo precozmente voluptuoso, de cabellos extremadamente
rizados (pelo malo) y presa de la moda intentaba llevar el peinado que Bo
Dereck, La mujer 10, había puesto a rodar como símbolo de belleza. En aquel
intento la cabeza de Ani se llenó de trenzas rígidas, firmes e inflexibles que
no caían suaves sobre sus hombros al contrario salían perpendiculares de su
cráneo como si de los rayos de un sol infantil se tratara, ese peinado fue
objeto de burlas para muchos y de críticas estúpidas para muchas.
Ani me contaba de los tres novios que tenía: uno por su casa,
uno en el liceo y otro que había conocido en el mercado. Como parte de sus
esfuerzos por cumplir con las pautas de belleza exigidas, que ella no poseía,
mostraba las zonas de su cuerpo que más llamaban la atención y entonces asistía
a las clases teóricas con el uniforme de Educación Física, un “chor de banlon”
marrón que dejaban al descubierto sus piernas torneadas y moldeaba su pompi.
Algunas mañanas Ani llegaba tarde, exaltada y sudorosa, y me contaba que venía
de sus encuentros amorosos con su novio con quien se veía en la cañada que
bordeaba el liceo. A ella la rodeaban los niños como los hombres rodearon a
Circe, como unos cerdos, osos o lobos no se separaban de ella.
Pero un día Ani amaneció de mal humor y cuando Arnulfo quiso
meterle mano y al no separase después de su dos DEJAME! lo empujo con tal
fuerza que éste fue a dar con su cuerpo pequeño contra una de las paredes del
salón, ese desborde de fuerza determino el juicio de Ani. El profesor que daba
clase en el salón de al lado entró a poner orden y salió Arnulfo como un
pendejo acusándola de lo que le había hecho y se reunieron para el juicio: la
Profesora Guía, la Profesora de Orientación, la Subdirectora y todo el salón.
Uno a uno nos levantaron para dar nuestra opinión y todos los
alumnos y en especial alumnas unánimemente pensaban que ella era culpable por
ser una provocadora, sediciosa y turbulenta que cual Eva en el paraíso tentaba
a los pobres hombres y ellos “hombres al fin no podían controlar sus impulsos”.
De esa última sentencia salió la decisión: la suspensión por una semana para Ani.
Yo que mal podía saber de patriarcalidad e inequidad de géneros, sólo entendía
que el juicio no había sido justo y venciendo mi Fobia Social y aprovechando el
valor que tenía el hecho de ser la delegada de curso, me levanté y dije que si
Arnulfo no podía controlar sus impulsos no era por ser hombre si no por ser un
animal ya que sólo un animal se le justifica que actué solo por impulso o
reflejo y entonces ya sea por animal o por abusador también se merecía su
semana de suspensión. Creo que mis palabras llegaron a la profesora de
orientación y mi propuesta se cumplió y para Arnulfo pasé a ser una niña
estúpida que contradecía a todo el grupo por fea.
Así quedó toda la historia y terminó el año escolar y pase a
mi Ciclo Diversificado dejando atrás a todo ese grupo y toda esa historia.
Muchos años después, ya como estudiante de medicina, un domingo en una misa a
la que yo asistía en la Iglesia San Pedro, me encontré con la mamá de Ani y
emocionada me le acerqué para saludarla y le pregunté por ella y con su rostro
triste me señalo hacia la fila de la gente que comulgaba y allí estaba Ani:
seria, ausente, lejana, esperaba para recibir el cuerpo de cristo, el único
cuerpo masculino que podría recibir en colectivo sin ser juzgada; quise
acercarme y su mamá me detuvo para decirme que no la saludara, que Ani estaba
internada en el Psiquiátrico y ese domingo le habían dado permiso para ir a
misa y no quería que al verme los recuerdos la perturbaran, ese día me entere
que Ani sufría de un Trastorno Bipolar y aquella libido exaltada de sus catorce
años fueron sus primeros síntomas. Nadie en aquel momento pudo ver más allá de
una niña alborotada y necesitada de hombre, de una joven que ponía en peligro
el control y dominio de la sexualidad, a ninguno de los Profesores se les
ocurrió que tras esa niña desenfrenada había una potencial paciente siquiátrica
y que lo menos importante era su exaltada sexualidad amoral frente al deterioro
por la psicosis que se le venía encima.
La noche de la grata discusión con mis amigas salió el mismo
juicio, a quien se juzgaba era una mujer voluptuosa, que acostumbraba vestirse
dejando ver el encanto de sus muy amplias mamas utilizando blusas o suéteres
muy ajustados y algunas veces optaba por trajes descotados. De tez muy blanca
se adornaba a si misma con colores brillantes que iban desde rojo hasta el
violeta, se sobrecargada de pulseras, collares y grandes zarcillos así como de
sonrisas y acercamientos. Los hombres se acercaron a ella y algunos quizás, no
lo sé, lograron apagar su ardor y esa noche se supo de la identidad de uno de
ellos y desde la voz femenina se dejó escuchar algo como:
— Que iba a hacer el pobre cuando la caraja le
restregaba las tetas en la cara¡¡¡¡¡
Pobre hombre que podía hacer, pues que más:
cojersela¡¡¡¡ pero como un acto de intimidad, como una decisión tomada por él
bajo su propia responsabilidad y no como una suerte de reflejo despertado por
unas tetas, porque si esas tetas no fuesen firmes y eróticas las rechazaría y
se despreciaría a quien se las ofreciera. Pero no, vuelve a quedar el hombre
como una víctima de la “mujer lujuriosa, devoradora de almas, demonio andrógino
producto de la angustia sexual”, como si todos y todas no hubiésemos tenido ese
encuentro con la sexualidad desordenada e impulsiva pero racionalmente asumida,
parece que aún nos llevamos por una moral tartufiana e hipócrita que nos
devuelve a la época victoriana descrita por Juan Liscano en su libro Mitos de
la Sexualidad: “los modales y el disimulo constituían una virtud. Si se cumplía
con las normas de la buena sociedad, se podía hacer a escondidas todo lo que se
condenaba en público. La mujer se revestía de una armazón de telas, guantes y
botines que no dejaban ver un lunar. El velillo de la cara completaba el
disfraz de honorabilidad puritana y femenina. Luego la gracia estaba en
desvestirla secretamente, de fornicarla entre pelambres, cabelleras, almohadas,
ropa interior, sudores y ayes de éxtasis breve.”
Hoy recuerdo a Ani y me pregunto qué será de su vida, cuántos
hombres pasaron por ella sin entender que su sexualidad podía ser su fuente de
sufrimiento, cuántos hombres lograron verla como algo más que una puta
desenfrenada, reflexión que me devuelve a mí misma y todas aquellas que nos
hemos responsabilizado por nuestra sexualidad y me pregunto también cuántos
hombres han pasado por la vida de cada una de nosotras que sin decirlo nos
consideran putas porque en algún momento hemos dejado ver nuestros deseos,
nuestra lujuria y voy más allá, porqué las mujeres no soportamos ver como otra
se deja de hipocresías y expone sus apetitos sexuales sin tanta falsedad,
convirtiéndonos en las crueles juezas de nosotras mismas, me pregunto hasta
cuando nosotras dejaremos de ser el brazo verdugo de la patriarcalidad.
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